El que busca encuentra...

miércoles, 20 de julio de 2022

La Cueva del Diablo

Salimos de la casa de campo de no recuerdo qué familia, y comenzamos a caminar hacia el norte de Majalca. Los caminos eran terracería y estaban sombreados gracias a los altos pinos que delineaban las propiedades a ambos lados. Recuerdo que gracias a las fuertes lluvias que habían acompañado los días anteriores, el olor a fresco, tierra mojada, y bosque aún bastante virgen penetraba mi sentido del olfato y me generaba una felicidad inexplicable. Era obligatorio que, como niño explorador y hambriento de mundo, me hubiera hecho de una vara que acompañaba mi recorrido como si fuera una herramienta indispensable. 


Los mayores indicaban que pronto se vería a lo lejos, que prestáramos atención hacia el oeste, allá arriba, en la montaña, que es en donde se encontraba. La excitación y el misterio me invadían porque yo jamás había estado en una cueva antes, mucho menos en una en la que el nombre indicara que allí adentro vivió, o seguía viviendo, el mismísimo Diablo. No puedo negar que me generaba un poco de miedo ir y adentrarnos en los recovecos de una cueva; ¿qué habría pasado allí adentro tiempo atrás?, ¿Era posible que, una vez adentro, quedáramos atrapados para siempre en sus garras?, ¿Por qué le habían puesto ese infame nombre: La Cueva del Diablo? 


Y así, en lo que esas preguntas invadían mi inocente cerebro, algún otro niño emitió un aullido de emoción que me hizo volver mi rostro hacia la izquierda: allí estaba, a lo lejos, indudable, absolutamente existente y espeluznante, la Cueva del Diablo. Cabe mencionar que, considerando la montaña, el bosque y la luz del sol que todo bañaba, ver allá arriba un agujero obscuro y negro, enorme, me paralizó las neuronas momentáneamente. El concepto de cueva tomó fuerza y sentido, y comprendí que después de todo, entrar a una cueva requeriría mucha más valentía de la que yo podía generar en ese momento. 


Seguimos avanzando por esa terracería unos cien metros más y giramos hacia la izquierda, hacia el oeste, ya que habían acabado las casas de la zona, y comenzamos a subir poco a poco la montaña cuyas faldas se extendían hasta el camino. Rocas, matorrales, espinas, pinos, árboles varios, todo ello iba ilustrando el camino improvisado de subida, hacia la irremediable y obscura entrada de la Cueva que aún se miraba lejos. Conforme subíamos, el agujero iba cobrando tamaño y, por lo tanto, fuerza. Lo bueno que íbamos con adultos, porque de otro modo no nos hubiéramos animado a subir...


Juro que ya más arriba, tal vez a unos doscientos metros de la entrada, reinaba un silencio sepulcral; ni el viento entre los pinos silbaba. Llegamos a escuchar una víbora de cascabel a lo lejos, pero incluso ella se calló: era como un presagio, una advertencia. Agarré más fuerte mi vara y seguí subiendo, prestando atención a las rocas frente a mi, pero no sin dejar de voltear mi vista ocasionalmente hacia arriba, hacia la cavidad potencialmente pestilente que se iba expandiendo conforme nos acercábamos. Tal vez fuera mi percepción de infante, pero me parecía una entrada enorme para una cueva -no que tuviera la menor experiencia con la orografía de mi estado natal, pero supongo que, si hubiera sido yo el Diablo, hubiera buscado alguna cueva más remota, menos llamativa-. 


Y al fin estábamos allí en la entrada, en donde ya no quemaba el sol y el viento soplaba más fresco; claramente debía ser una cueva profunda y terrible porque era claro que la corriente de aire que sentíamos fluía desde adentro. No noté ninguna pestilencia, y a decir verdad ya que estábamos adentro noté que no había mucho espacio; algunos se sentaron a descansar, otros seguimos hacia lo más profundo, dándonos cuenta que no era tan profunda como mi imaginación había advertido. Es más, resultaba un poco decepcionante que no hubiera túneles hacia cavernas mayores, antesalas obscuras en donde hubiéramos encontrado restos de hogueras, huesos, arte rupestre diabólico, cualquier seña o vestigio que explicara la reputación o el nombre del lugar.


Cada vez que volví, años después -que habrán sido unas 3 o cuatro veces a lo más-, seguí sintiendo esa magia y esa terrible sensación que me provocaba pronunciar el nombre de la caverna: La Cueva del Diablo. Pero seguí subiendo, en cada ocasión, con la misma emoción y anticipación del niño que había subido décadas atrás. Cada vez, al igual que la anterior, una fuerza inexplicable, casi como un imán, me llamaba a pretender o imaginar que iba a encontrar algo terrible y espantoso, tal vez casi emocionado de que, una vez adentro, se me hiciera finalmente el toparme con el mismísimo Diablo.