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jueves, 16 de enero de 2020

La Maldición del Niño Fidencio

Aquella era la primera vez que visitaría un rancho como tal, y llevaba la emoción atolondrada porque era de mi padrino y su familia. El pueblo se llamaba San Miguel de los Anchondo, y me habían contado historias, algunas más ciertas que otras, pero en general era más el hecho de finalmente tener una experiencia tan... terrestre, campirana. Yo sabía que habría cosas que no me gustarían, como eso de la cacería, o lazar animales, pero iba emocionado por muchas otras cosas como caminar por los montes, por los llanos, beber agua fría de pozo, mirar el cielo estrellado por las noches y salir a lamparear liebres y otros animales nocturnos. Estábamos allí para celebrar la llegada del nuevo milenio, el esperado año dos mil, y si bien la noche del 31 nos hacía ilusión a muchos, yo sólo estaba agradecido de compartir tiempo con una familia tan querida, en un paisaje ranchero, y con ganas de que nos pasaran muchas aventuras. 

Fueron días fríos, salir a darle de comer a los animales, ir a conocer la otrora refrescante presa -en aquellos días seca-, jugar juegos de mesa, caminatas y exploración con mi hermano, y por las noches contar historias macabras. Una de ellas, la que mi padrino Ricardo nos contó con más ahínco, era la de un inocente niño que había fallecido décadas atrás allí mismo en el rancho, hijo de alguna familia ya olvidada de trabajadores, y que tuvieron la mala suerte de perder a su hijo por alguna causa que ya no recuerdo. Su nombre era Fidencio, y mi padrino aseguraba que había habido experiencias de ultratumba causadas, según la creencia popular, por una infame maldición que aquejaba a todo aquel quien visitara el panteón del rancho, situado a escasos minutos en carro de la casa principal.

Una buena noche, todos emocionados y probablemente aterrados por lo que nos pudiera esperar, mi padre, mi padrino y los niños fuimos a visitar el panteón con linternas como único medio de iluminación. Cabe mencionar que, como en todo rancho, había ciertas zonas que estaban cercadas, por lo que alguien del vehículo tenía que bajarse a abrir los portones reforzados con alambre de púas, y así seguir la ruta hasta el panteón. Ya eso daba miedo; ver a mi padre iluminado sólo por las luces del vehículo, bajarse de éste con la negra noche rodeándolo, y temiendo yo que algún animal o creatura apareciera de entre las penumbras y lo desapareciera.

Llegados al panteón, mi padrino parecía conocer la localización de la tumba del Niño Fidencio de memoria, así que nos fue guiando con linternas por entre lápidas rotas, matorrales espinados, y hierba seca y gélida:

-Aquí está- dijo deteniéndose en seco y deleitándose en pronunciar lenta y claramente las palabras, apuntando la luz de su linterna directamente a la lápida que yacía debajo de él.

-¡Ay no papá qué miedo! ¡Vámonos! -dijo Cecilia-, hija de mi padrino y notablemente consternada.

Yo me acerqué lentamente, intentando no tropezarme con rocas y matorrales crecidos, y pude ver claramente una lápida abandonada y triste que leía "Niño Fidencio", con sus años de nacimiento y muerte, que hoy ya no recuerdo. La fría noche nos ponía los pelos de punta, tal vez un poco por la macabra aventura que estábamos viviendo, y mi padrino recordaba la vieja maldición haciendo voz de espanto y dejándonos un poco paralizados a mi hermano y a mi, y ni se diga a sus hijas.

Tras unos minutos el grupo siguió avanzando, y yo me quedé con una linterna alumbrando la solitaria tumba, hasta que noté que mi padre ya se había adelantado. Aceleré el paso cuidando no pisar en falso, pero olvidando mirar hacia enfrente por si había ramas que pudieran hacerme daño en el rostro; el Niño Fidencio lanzó su inclemente maldición desde el más allá, pues apenas di unos pasos y ya me había herido el ojo derecho con una rama espinada que, yo juro, pinchó mi alma a través de mi ojo. No podía abrirlo, me ardía hasta la chingada, me sentí vulnerable y me solté a llorar, pidiendo a mi padre que volviera (y me protegiera, sin decírselo).

Mi padrino, bromista y juguetón como era, pero tras haber asegurado que mi ojo "iba a salvarse", siguió insistiendo con su voz de terror:
- ¡Ahhhh, la maldición del Niño Fidencio! ¡Uuuuuy! ¡Mua-ja-ja!

Y si bien yo no estaba para bromas, continué el resto del camino de vuelta al vehículo inmerso en mis miedos, ponderando si sería posible que la maldición fuera real, pues yo creía haber perdido la vista por siempre y para siempre. Incluso recuerdo haber intentado comunicarme con Fidencio, a través de la oración,  implorando perdón por haber perturbado su inmaculado sueño.

De eso ya hace veinte años, y es así que mi ojo derecho nunca volvió a ser el de antes.