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sábado, 20 de enero de 2024

Marianita Montelongo


Oriunda de Durango, yo desconozco las circunstancias que la llevaron a Chihuahua y, específicamente, a casa de mi bisabuela María Marín. Encontrar la palabra precisa para describir su función dentro de la familia resulta difícil, ¿ayudante? ¿muchacha? ¿hija adoptiva?  ¿todas las anteriores? Lo que es claro es que llegó a Chihuahua siendo una adolescente apenas, acompañando a la hermana de mi bisabuela que iba de visita por temporadas, y en alguna de esas sucedió que Marianita, quien trabajaba para ella en Durango, tuvo la oportunidad de unirse a ese viaje que le cambiaría la vida - decidiría quedarse en Chihuahua el resto de sus días, formando así parte de nuestra familia a partir de ese momento.


Estuvo siempre allí, desde ese día, servicial, entregada y completamente comprometida con mi bisabuela y la familia. Vio crecer a mi padre, le vio hacer sus travesuras y sus vagancias de juventud, y según me cuenta mi padre, fue incluso cómplice de algunas, y calló en numerosas ocasiones para no generarle problemas. Posteriormente me vio crecer a mí y a mi hermano, y eventualmente al resto de los primos hermanos. Fue siempre una mujer tranquila, alegre, pacífica, pero sobretodo sencilla. Nunca la escuché quejarse de esto o aquello, nunca la vi gastar en innecesariedades, o que tuviera algún gusto específico que pudiera considerarse levemente un lujo o un capricho. Estaba allí para ayudar a mi bisabuela y es claro que entablaron una relación de décadas de maternidad postiza- probablemente Marianita vio en ella una figura materna, bondadosa y de corazón noble para decidir pasar a su lado el resto de su vida.


De niño la recuerdo en la cocina, preparando delicioso spaghetti, carne en su jugo, papas a la francesa caseras. La recuerdo manteniendo todo como le gustaba a la Bisa, en orden, en su lugar, limpio, el hogar listo para recibir alguna visita. Cabe mencionar que mi Bisa viviría hasta sus 99 años, lo que significa que Marianita pasó a su lado aproximadamente cincuenta años. ¡Qué duro le habría pegado la muerte de mi bisabuela! La familia le dio la opción de volver a Durango, pero su respuesta fue conmovedora y tajante: “Ustedes son mi familia, yo aquí me quedo”. 


Ya de más adolescente tuve ocasión de llegar a conocerla un poco mejor, platicábamos seguido y resulta que a Marianita le gustaba leer mucho. A decir verdad no resulta sorprendente pues era una mujer de épocas anteriores, cuando la televisión no era ni siquiera tan popular, por lo que supongo que, en compañía de mi Bisabuela que había nacido a inicios de 1900, se habría acostumbrado a una vida sencilla, tranquila y callada, horas de silencio y canto de los pájaros en el jardín… ese tipo de cosas. En su cuarto seguramente tendría ocasión de leer seguido, y era una apasionada de la historia mexicana. En algún punto estudiando yo la carrera tuve ocasión de dejarle un par de libros para que los leyera, y como en aquellos años íbamos a comer con la Bisabuela cada semana, me sorprendió que era ávida lectora y en cuestión de días se había leído las recomendaciones. No sólo eso, complementaba su opinión con cosas que había leído en alguna otra parte, y discutíamos un poco los contenidos y los hallazgos históricos. 


De las cosas más memorables de Marianita era su virtuosa memoria, que claramente, habiendo pasado décadas como parte de la familia, habría escuchado incontables chismes, historias, datos, sueños, anhelos, quejas y demás, y las habría de escuchar no una, sino incontables veces. Y es así que cuando nos juntábamos a comer y estábamos sentados al rededor de la mesa -Marianita comía en la cocina en lo que seguía preparando algún platillo- alguien tocaba algún tema o contaba alguna historia y decía algún dato incorrecto (p. Ej. “…sí, el bisabuelo Pomposo Aguilera había nacido en la Hacienda Jicorica en 1834…”), se escuchaba la voz desde la cocina corregir al pobre inculto: “No, en 1836, y no nació en la Hacienda, nació en el pueblo de al lado y a los pocos años se mudaron por el trabajo de su padre a la Hacienda”…

Los allí presentes nos volteábamos a ver con ojos perplejos, pero la conversación seguía sin hacerle mayor énfasis o reconocimiento al dato de Marianita. 


Por eso mismo digo que ya más tarde en mi vida, un poco menos imberbe y un poco más sabiendo apreciar la historia familiar, era un gusto escuchar a Marianita corregir, aumentar, editar y verificar datos de índole familiar o histórica. Con el paso de los años, y desde su muerte en diciembre de 2013, siento que muchas veces a lo largo de su vida no le dimos el lugar que se merecía, y espero que al menos haya sentido que, con todo y las carencias o defectos que todos tuvimos para con ella, era parte de la familia y llenaba espacios con su presencia y su enorme alma. Mujer de risa fácil, de conversación interesante y por demás servicial. 


Hacia los últimos años de su vida, Marianita fue acumulando diversos problemas de salud que hacían de su vida en soledad en la otrora casa de la Bisa algo problemático; nunca había alguien allí para estar al tanto de ella, y habría ocasiones en las que tomaba el teléfono y le marcaba a mi madre, a quien quería con todo el corazón, para pedirle apoyo. Eventualmente los adultos de la familia tomaron la decisión en conjunto con Marianita que lo mejor sería que fuera admitida en un Asilo de Ancianos en donde estaría rodeada de gente para platicar, y servicios médicos al tanto de su situación. Claro, esto me duele ahora que lo analizo años después, pero supongo que las decisiones fueron tomadas sin intención de deshacerse de ella, o nada por el estilo. La fuimos a visitar regularmente, pero no con la constancia que se hubiera merecido. 


La última Navidad que pasamos con ella, en 2013, la fueron a recoger al asilo y la llevaron a casa de mi tía, en donde cenaríamos en familia. Marianita se veía contenta de estar rodeada de todos, y supongo que habremos platicado un rato, intercambiado regalos, etcétera. Algo que me queda grabado en la memoria es que hubo una actividad de tipo religiosa en la que (ya no recuerdo los detalles) alguien dentro de la familia se “sacaba al niño Dios”, lo que quería decir que lo tendría en su hogar durante un año para cuidarlo y ser bendecidos. Esa Navidad, Marianita se sacó al niño Dios, pero como prediciendo algo que nadie más sabía, decidió pasárselo a mi Madre y encargárselo en su lugar. A los pocos días de esa Navidad falleció en el Asilo, y su último gran gesto generoso y amoroso fue pasarle a mi Madre esa bendición.


Desde que traigo esta espinita genealógica e histórica me puse a averiguar datos de los bisabuelos, y si bien sabía que mi Bisabuela fue cremada, no sabía bien en dónde había quedado mi Bisabuelo, a quien nunca conocí. Averigüé que su tumba nunca había sido lapidada, es decir, era un rectángulo de cemento gris y misterioso, sin su nombre en ninguna parte. Este detalle me molestaba, como que sentí que nunca se le dio la importancia suficiente como para ir a ponerle un mármol con su nombre y sus fechas. Algo similar ocurrió con mi Bisabuela María y mi abuela Tete, cuyas urnas quedaron en posesión de mi Abuelo. Y para colmo, al fallecer el Abuelo, su urna y las otras dos quedaron en posesión de una tía. Total, ya hasta bromeábamos en familia que la casa de la tía era el nuevo mausoleo familiar.


El año pasado la espinita, específicamente de Marianita -quien en todo caso era la más susceptible a ser olvidada por el grosso familiar- me impulsó a proponer que mandáramos hacer una lápida en mármol con los nombres de los bisabuelos, los abuelos y de Marianita. Y así fue como orquesté a distancia con ayuda de mi padre y mis tías que se hiciera algo sencillo para poder darles un espacio digno y específico para descansar. 


Lo bonito de esto fue que desató un evento familiar en el que nos reunimos en el Panteón de Dolores, en Chihuahua, para ir y dar unas últimas palabras de agradecimiento y reconocimiento a todos esos miembros jerárquicos de las familia Aguilera-Marín-Mireles y Montelongo. Nos tomamos todos de la mano, y la palabra fue cediéndose a quien quisiera decir algo para Gregorio, María, Esther Alicia, Luis y Marianita. 


Me pareció un momento catártico y necesario, muchas lágrimas fueron derramadas, pero sobretodo se les dio el lugar y reconocimiento necesarios que, por esto o aquello, el tiempo y el andar del día a día había interrumpido por años un digno entierro con sus nombres visibles en un mármol. Existieron. Venimos de ellos. Forjaron a sus descendientes lo mejor que supieron y pudieron. Lograron, en general, formar una familia de gente sencilla y buena. Su sangre corre por la nuestra, y si en el caso de Marianita no es así, su amor constante, su entrega y su compañía de décadas fluyen en nuestras memorias y corazones, que es tan o más importante que la sangre.

domingo, 14 de enero de 2024

Aoto

Les pido a Shogo y Aoto que me acompañen, tengo algo que mostrarles. Nos ponemos los zapatos, Aoto -metódico como siempre- se cuelga al hombro su morral con sepa Dios qué cosas dentro mientras que Shogo se nota aflojerado y desalineado, como siempre. 

Subimos al Versa y los estudiantes japoneses, sin saber bien si uno de ellos debía subirse de copiloto conmigo o no, se sientan detrás, lo que me da la sensación de conductor de Uber. No digo nada, por miedo a incomodarlos o verme imponente de manera innecesaria.


Como no tengo ocasión más perfecta que esta para escuchar y comentar la música de Shugo Tokumaro con nadie más, decido ponerles mi playlist del virtuoso nipón cuya música me habla y satisface necesidades Tiersenescas con un aire mucho más lúdico y vivo, menos melancólico. Veo a través del retrovisor que una vez que inicia la música, descubren en ella de inmediato un toque hogareño, probablemente, y se miran un poco sorprendidos entre ellos sin ver que lo noté. Les comento que es un artista de recién descubrimiento y que me gusta mucho escucharlo a todo volumen, se sonríen un poco, me traducen lo que está cantando -que a decir verdad no me esperaba ni poético ni virtuoso-, y seguimos el trayecto disfrutando la música.


Los llevo a Petrie Island, para estas horas el atardecer comienza a dibujarse en los cielos del este, y la caminata por las arenas y senderos rumbo al río es tranquila y callada. Puedo notar que Shogo está allí por mera indicación mía, pero es claro que Aoto, un muchacho de dieciséis años, es mucho más profundo y perceptivo, y lo veo admirando árboles, montes de arena, tomando fotos aquí o allá. Al llegar al río es claro que él está teniendo un momento de paz y admiración, y me dice en su tosco pero pragmático inglés “this Beautiful”, y toma algunas fotos más. Shogo, tal vez por no verse tan desconectado, responde con un breve “yes, nice”. 


En lo que Shogo se pone a dibujar con sus tenis algo sobre la arena, Aoto y yo caminamos un poco más hacia el este juntos, y le comento que este es un lugar que me gusta frecuentar por la paz que me brinda, el caudaloso río, los árboles, la caminata en la arena. Me dice que entiende por qué me gusta, y me agradece el haberlo traído aquí. Yo mismo le agradezco de vuelta el haberme acompañado y le digo que es un momento que voy a atesorar también.


Aoto´s Haiku


Atardecen colores

Sobre el río helado

Aoto sonríe


viernes, 12 de enero de 2024

Gare du Nord


 Anduve sus pasillos, sus escaleras, sus amplios halls; los quais se volvieron mi pan de cada fin de semana, y sus múltiples líneas de metro y RER mi principal modo de descubrir la Ville Lumière

Algo de fantástica tenía esta estación, en donde desde el alba hasta la medianoche los habitantes de París se movían con facilidad, algunos con prisa y otros, como yo, sin mayor destino que el descubrimiento constante y continuo, y sin mayor prisa que la de llenarme de experiencias nuevas a cada paso. Allí en donde se detenía mi tren (originado al norte y pasando por Enghien-les-Bains) se abría una enorme galería semi-abierta que dejaba entrar toda la luz y vientos, y la gran mayoría de los pasajeros buscaban bajar lo antes posible para salir corriendo a encontrar sus respectivas conexiones en los diferentes sub-niveles bajo tierra. Yo, por lo general, dejaba pasar a todo mundo y me bajaba a mi tiempo, tranquilo, escuchando alguna canción recién descubierta y notando al señor siempre sentado y rodeado de palomas, los otros pasajeros esperando trenes para volver a los suburbios, las tiendas en su completo desorden ordenado -periódicos, cigarros, galletas, bebidas, etcétera-.  

Me resulta emocionante y curioso a la vez, todo este nuevo aprendizaje y adaptación a este medio de transporte por vías férreas que me era completamente ajeno en México. Veo que esta sociedad gala lleva décadas acostumbrada a la rapidez, la eficiencia, las conexiones, por dónde subir y por donde bajar, qué línea tomar, cómo acomodarse en los vagones, etc. Yo, neófito en este arte, me tomaba mi tiempo inspeccionando mi mapa de los metros y RERs de París (que me acompañó durante mi año entero) para no errar el destino, la dirección, la parada o la conexión. De hecho, hace poco visitando a mis padres tuve la ocasión de husmear entre mis viejas cajas de recuerdos y de reencontrarme con ese mismo mapa, el mapa que recorrió conmigo probablemente miles de kilómetros bajo los túneles de las vías férreas parisinas, ahora carcomido y frágil, y me trajo un maremoto de emociones fuertes, imágenes veloces en mi mente de aquel muchacho curioso y hambriento de Francia y su cultura, su arquitectura, su joie de vivre

Por lo general me gustaba bajar de mi tren y caminar hacia línea 4 del metro, dirección Porte d´Orléans*, porque podía bajarme en la estación Cité y alzar los ojos directamente a la Catedral de Notre Dame, bellísima, histórica y majestuosa, alzándose orgullosa bajo los cielos de París. Cabe decir que para hacerle justicia a mis aventuras por esa ciudad, tendría que escribir probablemente un libro o, por lo menos, algunas crónicas menos mediocremente documentadas, por lo que lo dejaré para otra ocasión.  

Recuerdo también las veces en que la Gare du Nord, normalmente mi punto de partida para descubrir la capital, se convirtió en refugio y alojo y me trajo tranquilidad todas esas noches en que, por andar demasiado distraído aquí o allá, perdido en algún punto de la ciudad, no me percataba de que tenía que haber estado ya tomando algún metro de vuelta a ella para poder tomar el último tren nocturno con dirección de vuelta a Enghien/Montmorency. Era toda una escena de película, verme bajando escaleras corriendo, saltando al interior del metro al momento en que cerraba sus puertas, contando las estaciones impacientemente para, en cuanto se abrieran las puertas, salir disparado al resto de mi traslado de vuelta a través de estaciones-conexión o escaleras eléctricas ya para estas horas vacías. Recuerdo llegar a la estación apenas rozando, tenso por la posibilidad de perderme ese último tren que me llevara de vuelta al hogar, pero ya el saberme allí me traía paz, sólo quedaba trotar hacia ese quai de siempre desde donde saldría mi tren de la línea H, probablemente vacío y silencioso, pero lleno de este corazón vibrante, acelerado y agradecido por un día más descubriendo la magia de París. 



*Veo que hoy día, casi 18 años después, la Línea 4 ahora baja hasta una nueva estación "Bagneux-Lucie Aubrac*