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sábado, 14 de mayo de 2022

Portacoeli

 Abro la ventana, no tiene rejas ni nada, así que se siente como si el mundo de afuera entrara todo de jalón, así como la luz. Hay árboles enormes frente a mi, casas construidas claramente sin seguir lineamientos legales o de seguridad, apiladas unas sobre otras, ampliaciones que lo hacen ver todo amontonado. Siempre hay gente caminando, estudiantes, vecinos, algunos perros callejeros paseando, rascándose, olfateándose los unos a las otras. Saco mi cabeza y recargo mis brazos sobre el marco, contemplo más allá aún; la pollería del Enano, un vecino curioso (literalmente, un enano) con cuyas tijeras corta y recorta los pollos ya desplumados y los acomoda en sus estantes sin mayor protección. Las Güeras, como se les conocía en el vecindario y en la universidad, ese gremio familiar de viene-vienes que pertenecen a la misma familia y que dominan la vecindad con su presencia y su influencia. A eso se dedican: dar indicaciones a los estudiantes que no saben estacionarse, quienes la mayor de las veces vienen tarde a clases y les dejan las llaves, confiándoles sus vehículos, sus pertenencias, a cambio de alguna cuota previamente acordada. Al inicio me daban miedo, un poco de inseguridad, pero ya que me ubicaron como vecino hasta podría decirse que me protegían. No eran especialmente amables, pero como fuera eran una presencia constante y rostros familiares al volver tarde por la noche de alguna de mis aventuras en Tlalpan. 

Si me asomo hacia arriba veo el resto de mi edificio, alto, otros tres pisos encima del mío, y luego eternidad de cables de electricidad, peligrosamente cerca de mis vecinos de arriba. Y si miro abajo, la banqueta limpia y transitada seguido por los vecinos y algún perro callejero. En el piso de abajo, entrando de la calle directamente a la izquierda, vivía Jordán, un chavo de Cuernavaca que, según corría el rumor, era varios años mayor que nosotros, pero tenía cara de adolescente, al grado de que comenzamos a llamarlo el Vampiro. Era muy amable, sonriente y amistoso, a decir verdad es a quien más extraño de ese edificio, pero en aquellos tiempos que coincidimos en ese recinto no teníamos mucho en común ni pasamos tiempo juntos, pues él tenía un departamento completo con cocina y baño para él solo.

 En mi mismo piso (el segundo), justo frente a mi cuarto, un sujeto callado, poco amistoso, siempre encerrado en la obscuridad de su nido. Edgar se llamaba, creo. Estudiaba alguna ingeniería, usaba lentes, flacucho, seguramente inteligente. A la derecha de mi cuarto la pequeña cocina, una mesa con pocas sillas, un refrigerador que ni si quiera funciona muy bien y que me echaría a perder unos quesos de Chihuahua que dejé en el congelador (claramente descompuesto en algún punto sin darme yo cuenta). Al lado de la cocina el cuarto del sueco, Gustav, un estudiante de intercambio, típico rubio, atractivo, bigote y pelo facial, mascaba tabaco que apestaba. Le encantaba hablar de mujeres, de sus experiencias con las mexicanas -supongo las encontraba exóticas-. El sujeto le daba un toque más internacional y universitario a mi vida en la gran ciudad, y tenerlo por vecino de piso me llevó a compartir algunas noches de conversaciones levemente interesantes, al menos sintiendo que mi decisión de haber dejado Chihuahua traía sus frutos en términos de exponerme a gente del mundo, de fuera.

En el piso de arriba habita una chica de cabellos chinos que venía de Querétaro y con quien no platiqué jamás de nada interesante, salvo temas del baño, ya que con ella me tocaba compartirlo. No hubo nunca problemas pues ella iniciaba sus días muy temprano, y los fines de semana se regresaba a casa de sus padres. El baño, en su mismo piso, era pequeño pero me encantaba su regadera, cuya ventana asomaba a la calle del Enano de los pollos. Desde lo alto, tomando mis duchas, escuchaba música que se mezclaba con los ruidos de la vida cotidiana de allá afuera. Era un lindo espacio y recuerdo esas duchas, contento de tener una ventana por donde sacaba mi cabeza empapada.

Ya no recuerdo en qué piso vivía también Ivón, otra chica de Cuernavaca amiga de Jordán, con quien compartí clases y conversaciones en numerosas ocasiones. Los de Cuernavaca se volverían eventualmente amigos cercanos, pero como viví en ese edificio únicamente un semestre, no hice grandes memorias a su lado. Era callada, tranquila, pero de buen humor y muy amistosa. 

Un piso más arriba, en el ùltimo, vivìa Mario, norteño oriundo del mismo terruño, cuyo cuarto aparentemente era el más espacioso, con baño propio y mini cocina, tenía yo entendido. Èl se dedicaba a fumar y beber, y fuera de eso algunas veces coincidimos en la cocina y platicamos de esta o aquella persona que teníamos en común, o este o aquél lugar que extrañábamos de vez en cuando. Eventualmente Mario se hizo muy amigo del sueco, y podíamos escucharlos hasta largas horas de la noche escuchando música, echando despapaye y fumando o mascando sus tabacos. 

Mi propia habitación se convirtió pronto en mi refugio, algún mapa del mundo colgado de la pared, y otro de la Ciudad de México con el sistema del Metro para facilitar mis planes de vagabundo. Una cama, un closet pequeño, y una mesita de noche. Me las ingenié para acomodar libros y demás, y algún escritorio cuya procedencia ya olvidé en donde pasé largas noches haciendo tareas, escribiendo memorias, platicando con amigos. Mi recoveco se volvería, en la rara ocasión, cómplice de mis insolencias con la novia de aquel entonces, con quien planeara aventura y viajes. El cuarto se llenó también de música y acordes pues de las pocas cosas que llevé conmigo de Chihuahua, cabe hacer mención honorífica de mi acordeón. Supongo que yo era el vecino incómodo hasta cierto punto, el ruidajo de mi acordeón a veces por las mañanas, tardes o noches. Repitiendo canciones una y otra vez para interpretarlas mejor. Ese era yo, el vecino del acordeón. Un personaje curioso más, en ese mundo tan ecléctico y surrealista que era el edificio en la calle Portacoeli.







 




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